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Tickets originales de las Finales de las Copas Mundiales de Fútbol jugadas en México. 1970 y 1986.


Tremenda fanática POLACA durante la Copa Europea de Naciones FRANCIA 2016


La histórica Camiseta de MARADONA del GOL DEL SIGLO, en propiedad del afortunado Steve HODGE, integrante de la Selección Inglesa del Mundial MÉXICO´86.





REPORTAJE DE LA REVISTA ARGENTINA EL GRÁFICO ACERCA DE LA CAMISETA ARGENTINA DEL PARTIDO CONTRA INGLATERRA

Es el útero de la Selección en el Mundial México 1986. Son imágenes de intimidad en años sin twitter, facebook ni instagram. Falta un día para los cuartos de final contra Inglaterra, y la cámara de video personal, fetiche electrónico de la época, muestra la concentración argentina dentro del club América. El aparato lo compró Néstor Clausen en el centro comercial Perisur, durante una de las salidas autorizadas por el cuerpo técnico, pero el camarógrafo es Julio Olarticoechea. La filmación entremuros nació como hobby, se recicló en cábala y detalla el desconcierto de Jorge Burruchaga, que le habla a la cámara sin saber que sus palabras tendrían vigencia 27 años después: “Esto es increíble. Falta un día para jugar contra Inglaterra y estas mujeres nos están arreglando la camiseta”. Entonces el plano se abre y de fondo se ven bordadoras mexicanas cosiendo escudos de Argentina sobre camisetas azules marca Le Coq Sportif. Los escudos de la AFA son improvisados: los acaba de trazar un diseñador del América. Las camisetas también son urgentes: un empleado de la AFA, Rubén Moschella, las compró hace 24 horas en una tienda deportiva del Distrito Federal para cumplir un pedido “made in” Carlos Bilardo. Se trata de remeras fortuitas, conseguidas y acondicionadas de apuro, que en pocas horas se transformarán en un tesoro: la que tiene el número 10 y quedará en manos de un volante inglés, Steve Hodge, fue cotizada en Gran Bretaña, ya en el siglo XXI, en 350 mil dólares. Es, por supuesto, la que utilizó Diego Maradona en el partido que le cambió la vida, pero que dos días antes del 22 de junio de 1986 era una simple prenda olvidada en un local perdido en la inmensidad del DF. Si Maradona es el tótem de esta historia, el protagonista subterráneo es Moschella, hoy a cargo del complejo habitacional de la AFA en Ezeiza, y que en México 86 era el gerente administrativo de la Selección. Algunas anécdotas de cómo nació la indumentaria que Diego y sus sherpas vistieron para un partido que, a medida que se aleja en el tiempo, es cada vez más recordado como un triunfo del Ejército de los Andes o un apéndice poético de Las Malvinas, empezaron a filtrarse boca a boca en los últimos años, cuando el fútbol argentino, a falta de triunfos en el presente, se zambulle en la jactancia de su pasado. Se dice entonces que después de los octavos de final contra Uruguay, cuando Argentina usó por primera vez una camiseta azul, la utilería comandada por Tito Benrós se quedó sin juegos de reposición. O que se hizo un pedido a Buenos Aires, pero no llegó a tiempo. O que Bilardo salió a comprarlas. O que la autorización final la dio Maradona. La reconstrucción de la camiseta más insólita, simbólica y festejada de la Selección Argentina desmitifica algunas de esas pistas, pero certifica otras. Aunque en 1986 no se usaba la expresión mobbing para casos de obstinación laboral, Bilardo podría haber encajado en esa figura, al menos en las horas siguientes a cuando se enteró de que Argentina tendría que jugar contra Inglaterra, otra vez, con indumentaria alternativa. El técnico resolvió, entonces, que bajo ninguna circunstancia se volverían a utilizar las remeras azules que se habían usado seis días atrás ante Uruguay. Para el técnico era la reaparición de un fantasma: la vestimenta figuraba entre las decenas de previsiones que había ensayado antes del Mundial para contrarrestar los 2240 metros y los partidos programados al mediodía. Combatir la altura y el calor era una prioridad en la hoja de ruta del entrenador, que incluso les pidió a los jugadores que llegaran a México con dos kilos de sobrepeso porque, decía, la altitud se los quitaría durante el torneo (ya en el Mundial, Bilardo pasaba por las habitaciones de los futbolistas con bandejas de sándwiches sin preocuparse por variables de grasas, harinas, azúcares y sales: Jorge Valdano recordó alguna vez la falta de “sofisticación nutricional” de aquel equipo, que no desayunaba con bebidas isotónicas ni jugos naturales, sino que “de los once que jugamos contra Inglaterra, diez desayunamos con Coca Cola”). A diferencia de las otras 23 selecciones que jugarían, correrían y sudarían con un equipamiento de textura normal, Bilardo se reunió en Buenos Aires, antes del Mundial, con representantes de Le Coq Sportif y les hizo un doble pedido: que diseñaran una remera no sólo más liviana que las habituales, sino que la tela ayudara a evitar que los futbolistas sintieran el peso de su propia transpiración. Debían ser ligeras, cómodas, casi una extensión de la piel. Era un reclamo atípico y de difícil resolución para Le Coq, que vestía a la Selección desde una gira por Alemania Federal y Yugoslavia en septiembre de 1979 a partir de la influencia del representante de la empresa en Argentina, Carlos Lacoste, contraalmirante de la Armada en la dictadura, hombre decisivo en la organización del Mundial 78, y también presente en México 86 como vicepresidente de la FIFA. Finalmente, y después de algunos cabildeos, la firma francesa con sede central en Entzheim, aunque entonces subsidiaria de Adidas, se congració con Bilardo y aplicó una tecnología denominada Air-Tech. El resultado fue un producto sutil, con múltiples y pequeños agujeros sobre el género, que Argentina vistió contra Corea del Sur, Italia, Bulgaria, Bélgica y Alemania, y que Bilardo incorporaría a su industria de la cábala: para el Mundial siguiente, ya con Adidas y aunque Italia 90 se jugara en el llano, el técnico mandó a fabricar el mismo modelo. Sin embargo, por falta de tiempo o presupuesto, Le Coq sólo utilizó esa técnica para la indumentaria titular y no para la sustituta, la azul, que era de algodón (entre los 306 kilos de utilería que Argentina llevó a México había un tercer modelo, una remera blanca que nunca se estrenó ni tenía previsiones antialtura: en realidad, los únicos países que alternaron tres camisetas en un Mundial fueron Inglaterra en México 70 y Francia en Argentina 78, cuando Platini y compañía recurrieron a Kimberley). Contra Uruguay, entonces, Argentina jugó con una vestimenta azul que no sólo pesaba varios gramos más que la celeste y blanca, sino que, al acumular la transpiración, se hacía más pesada con el transcurso de los minutos. Es cierto que, esa tarde en particular, las condiciones fueron mejores que el resto del Mundial porque el partido comenzó a las 4 de la tarde (y terminó con una tormenta que redujo la temperatura) y la altura de Puebla es ligeramente inferior a la del DF, pero para enfrentar a Inglaterra, al mediodía y de vuelta en el DF (y por primera vez en el Azteca), Bilardo exigió el regreso de una remera calada, “con agujeritos”. Ya contrareloj, el técnico le hizo su pedido a Moschella, que enseguida se reunió con Patricio D’Onofrio, el enviado de Le Coq a México. El primer intento fue que se fabricara un nuevo juego alternativo, lógicamente más liviano que el que ya tenían en la utilería, pero la respuesta fue negativa. “Imposible”, dijeron en Le Coq. Era jueves, faltaban 72 horas, y el gerente administrativo de la AFA salió a buscar casas de deportes con una extraña misión: encontrar remeras azules con el logo del gallito. Moschella fue solo a recorrer el DF. Bajo presión de Bilardo y calculando que además tenía que reunirse con una comisión de FIFA que le autorizara un equipamiento que todavía no había comprado. Podría ser la imagen de una serie de enredos: “Hola, soy de la Selección Argentina que está jugando el Mundial, ¿tiene camisetas azules?”. En un día entró en seis locales. En algunos no tuvo suerte. En otros compró dos remeras. Ambas Le Coq. Ambas azules. Ninguna particularmente liviana. Ninguna con tecnología Air-Tech. Volvió deprisa a la concentración y se las mostró al entrenador, que estaba junto a su ayudante técnico, Carlos Pachamé, y el utilero, Benrós. El improvisado politburó de las camisetas dilucidaba ventajas y contras de los dos modelos, pero no estaban convencidos. El más escéptico era Bilardo, hasta que un haz de luz entró en escena: Maradona pasó por el lugar y el técnico, como quien se rinde ante al anciano de una tribu, le pidió consejo: “Diego, ¿cuál te gusta?”. El 10 las miró, las palpó y sentenció: “Qué linda esta camiseta. Con esta le ganamos a Inglaterra”. Bilardo ya tenía su elección. Moschella volvió al comercio ganador, una tienda deportiva de la que no recuerda nombre ni dirección, y compró 38 prendas Le Coq para los 19 jugadores de campo: una para cada tiempo. Lo central estaba solucionado, no así algunos detalles: hacer los escudos y bordarlos, y comprar los números y estamparlos (el primer Mundial en que Argentina usó numeración fue en 1958, el primer logo de marcas fue Adidas en 1974, y el primer escudo de AFA fue en 1978). El América, muy cercano al clan Bilardo (los nexos eran Miguel Angel López, el técnico, y Eduardo Cremasco, ex jugador de Estudiantes y del América) aportaría su logística. El escudo argentino fue abocetado por un diseñador del club, cuyo nombre también fue olvidado, y que encendió su computadora y delineó un trazado bastante parecido al original, aunque en la prisa omitió los laureles que circundan la sigla AFA. Entonces fue cuando entraron en acción las bordadoras del América que cosieron los parches del escudo recién hecho y sorprendieron a Burruchaga en el video filmado por Olarticoechea. El último paso también oculta una rareza: el 10 plateado que inmortalizó Maradona, como el del resto de sus compañeros, son números de fútbol americano conseguidos y planchados de apuro. Después hay detalles imperceptibles: en la etiqueta de la remera, ubicada en el interior de la prenda y a la altura de la nuca del jugador, está escrito “Hecho en México”, y que, a diferencia de los modelos llevados desde Argentina, el gallo de Le Coq se sale ligeramente del triángulo de la marca. Y además, en retrospectiva con la vestimenta usada el partido anterior, quedan dos diferencias visibles: el azul frente a Inglaterra es más brilloso (incluso se advierten dos tonos alternados en bandas verticales) y los números contra Uruguay eran blancos, no plateados. Reconstruir el camino que siguieron esas 38 camisetas después del partido es imposible, aunque de algunas se sabe su destino, en especial las dos de Maradona. Una la sigue guardando el jugador en su colección personal, mientras que la otra, la que vistió en el segundo tiempo y en definitiva es la más valiosa, quedó en propiedad de un rival, Hodge, el 18 inglés. Es toda una curiosidad: Hodge fue el último inglés en tocar la pelota antes de la Mano de Dios, e incluso en su país todavía le recuerdan ese rebote desangelado cuando intentó anticipar a Jorge Valdano y tomó por sorpresa a Peter Shilton, el arquero que perdió en el salto con Maradona. En el segundo gol, Hodge también fue parte del decorado, aunque no como uno de los británicos despatarrados, sino como testigo directo del arranque de la jugada, un par de metros detrás del 10, todavía en la mitad del Azteca. Y sin embargo, después del 1-2 final y ya fuera del campo de juego (Maradona dejó la cancha con la camiseta argentina, a pesar del pedido de cambio de algunos ingleses), Hodge caminaba por el pasillo interno del estadio y estaba llegando a la zona de vestuarios cuando se cruzó casualmente con el 10. Entonces el inglés le hizo la señal de intercambio. Fue un gesto instintivo: Hodge no había canjeado su remera en todo el torneo. Tampoco nada unía ni separaba especialmente a estos dos jugadores. Pero Maradona aceptó y desde entonces Hodge, en el mejor negocio de su vida, guarda esta joya textil. Lo notable es cómo el ignoto 18 le dio una vuelta de tuerca a lo que había sido un mal día. De la misma manera en que los hinchas de River y Boca convirtieron en orgullo lo que había nacido como un apodo despectivo, “gallinas y bosteros”, el volante del Aston Villa transformó ese Argentina-Inglaterra en el Everest de su carrera: el libro que publicó en 2010 para contar su trayectoria, un tipo de autobiografías futboleras muy comunes en Inglaterra, se llama El hombre con la camiseta de Maradona y como foto de tapa muestra un forcejeo entre el 18 blanco y el 10 azul con números de fútbol americano y logo de la AFA sin laureles. Hodge suele ser invitado a la televisión de su país para mostrar la herencia maradoniana y una de las preguntas que periódicamente responde es qué fue de su remera de aquel partido, la que le canjeó al argentino: “No tengo idea si Maradona la sigue teniendo”. Tal vez sea decepcionante para Hodge enterarse de que, en verdad, Diego sólo conservó la 18 de Inglaterra unos pocos minutos, los que pasaron hasta que, ya en el vestuario argentino, vio a Oscar Garré con la 10 de Gary Lineker. “Vinieron los ingleses con sus camisetas, tocaron la puerta y nos dijeron ‘change’. Yo se la cambié a Lineker, que era el 9 del equipo pero usaba la 10. Diego se enteró enseguida y me dijo: ‘Perro, vos sabés que yo colecciono los números 10’, ¿no me la das?’. ¿Y cómo le iba a decir que no? Así que le di la de Lineker y me quedé con la que él me dio”, se ríe Garré, ya en los meses previos a Brasil 2014. En su libro, Hodge recuerda que al entrar al vestuario inglés descubrió entre los jugadores de su equipo “una sensación de engaño abrumadora” por el primer gol, una mano que él no había visto. Su reacción fue la de quien acaba de encontrar 350 mil dólares en el desierto del Sahara y no piensa devolverlos aunque sus compañeros se mueran de sed: “Me callé y guardé la camiseta en mi bolso”, escribió Hodge mientras Bilardo, cuatro años más tarde y en la antesala de Italia 90, mandó a buscar al mismo local de México un juego similar de camisetas azules confiado en su energía positiva (que fueron compradas, pero lógicamente no las autorizó Adidas), y 27 años después Moschella, el hombre que en silencio había descubierto aquel modelo, sigue sin convencer a los campeones del mundo de 1986 para que le donen una de esas extrañas remeras para la colección que la AFA tiene en Ezeiza. La peor camiseta es la mejor. Por Andrés Burgo. El Gráfico



Daniel BERTONI, Américo GALLEGO y Leopoldo LUQUE recuerdan la Final de Argentina 78 en amena charla con cervecitas QUILMES de por medio.

Cómico y polémico comercial de la Cerveza argentina QUILMES haciendo mofa de la derrota Brasileña en el MINEIRAZO del Mundial BRASIL 2016.

Pasajes puntuales del Libro MI MUNDIAL, MI VERDAD de Diego Armando Maradona acerca de sus Experiencias en su Mundial MÉXICO´86.


 



"Les habla Diego Armando Maradona, el hombre que le hizo dos goles a Inglaterra y uno de los pocos argentinos que saben cuánto pesa la Copa del Mundo."

No sé por qué, pero como me pasó otras veces con otras frases -como aquella de "la pelota no se mancha", el día del partido homenaje en la Bombonera-, se me ocurrió esa para saludar a mi familia en la última Navidad, la de 2015, la primera que pasábamos todos juntos en la casa de siempre, en Villa Devoto, aunque sin mis queridos viejos, don Diego y doña Tota. Muchos creen, todavía, que esas frases me las escribe alguien. Y no, la verdad que no: me salen del corazón y me vienen a la cabeza. Aquella noche, miré al cielo y les agradecí todo lo que ellos me habían dado en la vida, que fue mucho, mucho más de lo que yo les di. Ellos me dieron todo lo que tenían, todo. Y me bancaron siempre, en las buenas y en las malas.
 Y mirá que tuve varias malas, eh.
Esa noche, alguien, no me acuerdo quién, me regaló una réplica de la Copa del Mundo. Y ahí, cuando volví a tener en las manos ese trofeo dorado, cuando volví a acunarlo como si fuera un bebé, me di cuenta de que habían pasado casi treinta años desde el día que había levantado la Copa de verdad en México. Y me di cuenta, también, de que esa alegría debe haber sido uno de los mejores regalos que les hice a mis viejos. El mejor regalo. Para ellos y para todos los argentinos. Los que nos bancaron. y los que no nos bancaron también. Porque al final la gente, toda la gente, salió a festejar. Y me di cuenta, también, de que a medida que pasa el tiempo esa Copa pesa cada vez más. Tres décadas más tarde, esos seis kilos y pico de oro ya parecen toneladas.
Y yo no celebro que otro jugador argentino no la haya vuelto a levantar desde 1986, que quede bien clarito. Sería un traidor si lo hiciera. Como sería un traidor si no contara ahora todo lo que vivimos en aquellos días tal cual me sale, tal cual lo siento. Porque así hablo yo, así habla Maradona. Como voy a decir varias veces en este relato, me han pegado en muchos lugares en todo este tiempo, pero en la memoria no. Y, sí, lo acepto, hay cosas que veo diferentes treinta años después. Creo que tengo derecho.
Yo he cambiado mucho, es cierto, y muchos hablan de mis contradicciones. Pero en algo no cambié ni me contradije: cuando me decidí a jugarme por una causa, lo hice y lo di todo. Por eso digo, hoy, que me hubiera gustado que, tantos años después, Bilardo hiciera por mí lo mismo que en su momento yo hice por él. Nada más. Que se hubiera jugado por mí como yo me jugué por él. Porque él sabe mejor que nadie cómo me jugué en medio de la guerra del menottismo contra el bilardismo y del bilardismo contra el menottismo. Me jugué por una causa que tenía que ser de todos. Puse la camiseta por encima de mis gustos, porque a mí el Flaco me llegaba al corazón, aunque no lo dijera públicamente. El resto está en la historia. Y cada uno lo recuerda como lo siente, como le sale. Por eso digo que esta es mi verdad, la mía. Que cada uno tenga la suya. Lo único que puedo gritar, para que todos escuchen, y lo único que puedo escribir, para que todos lean, es que tampoco me olvido de que, cuando decía que íbamos a ser campeones, me trataban de loco. Bueno, tan loco no estaba, ¿no?: al final, salimos campeones.

Si era por los argentinos, teníamos que salir con una ametralladora cada uno y matar a Shilton, a Stevens, a Butcher, a Fenwick, a Sansom, a Steven, a Hodge, a Reid, a Hoddle, a Beardsley, a Lineker. Pero nosotros nos alejamos de ese quilombo. Ellos eran sólo nuestros rivales. Lo que yo sí quería era tirarles sombreros, caños, bailarlos, hacerles un gol con la mano y hacerles otro más, el segundo, que fuera el gol más grande de la historia. Me acuerdo bien. Cuando los periodistas se enteraron de que íbamos a jugar contra Inglaterra en los cuartos de final, evitamos hablar porque sabíamos bien que las preguntas apuntarían más a cómo íbamos a gritarles los goles, si íbamos a hacerle el fuck you a la Thatcher, si le íbamos a pegar una piña a Shilton. Ya sabíamos cómo venía la mano, por eso elegimos mantenernos alejados, serenos. En todo caso, la cuestión iba por dentro. Y les aseguro que, por dentro, ardía. A mí me explotaba el corazón. Pero había que jugarlo. En la previa, el tema de la guerra no pasaba desapercibido. ¡No podía pasar! La verdad es que los ingleses nos habían matado a muchos chicos, pero si bien los ingleses son culpables, igual de culpables habían sido los argentinos que mandaron a los pibes a enfrentar a la tercera potencia mundial con zapatillas Flecha. Uno nunca pierde el patriotismo, pero uno habría querido más que no hubiera habido guerra. Y, en todo caso, que la hubiéramos ganado nosotros. Yo me acordaba bien del '82, cuando llegamos a España: era una masacre de piernas y de brazos, de todos esos pibes argentinos regados por Malvinas, mientras a nosotros los hijos de puta de los militares nos decían que estábamos ganando la guerra. Entonces, como yo me acordaba perfectamente de aquello, no jugué el partido pensando que íbamos a ganar la guerra, pero sí que le íbamos a hacer honor a la memoria de los muertos, a darles un alivio a los familiares de los chicos y a sacar a Inglaterra del plano mundial. futbolístico. Dejarlos afuera del Mundial en esa instancia era como hacerlos rendirse. Era una batalla, sí, pero en mi campo de batalla. Yo no le puedo echar la culpa a Lineker. No, no, no, muchachos. Aquello era un partido de fútbol y así lo interpretamos todos. Porque los ingleses fueron caballeros con nosotros. Incluso después que ganamos, ellos vinieron a saludar, vinieron al vestuario a cambiar camisetas. Les digo: a mí me quieren hacer enemigo de Inglaterra y no lo soy. Para mí, que ellos se acuerden de Bobby Charlton, por ejemplo, después de setenta años de no haber pisado una cancha, me emociona. Y, lamentablemente, creo que es una cosa que en la Argentina no voy a ver nunca. Si el Tata Brown fue campeón del mundo y una tarde hace unos años no lo dejaron entrar en la cancha de Estudiantes. De eso hablamos en la concentración, antes de salir. Es cierto que no era un partido más, ¡qué iba a ser un partido más! Desde que nos habíamos enterado de que iban a ser nuestros rivales, nos daban vueltas en la cabeza. Los habíamos ido a ver, contra Paraguay, en el Azteca. Les ganaron fácil. A mí no me sorprendió que pasaran; eran mejores. Contra ellos, nosotros íbamos a jugar por primera vez en ese estadio y al mediodía. Como quedaba a cinco minutos de la concentración, a las nueve y media de la mañana estaba prevista la salida del micro. Pero a las nueve, media hora antes, ya estábamos todos al pie del cañón, como soldaditos. Yo, que siempre duermo como un animal, me había despertado más temprano que nunca. Tenía ganas de que llegara la hora del partido, tenía ganas de salir a jugar y que terminara el palabrerío. Y en el vestuario seguimos con lo mismo. De lo único que hablábamos era de que íbamos a jugar un partido de fútbol, de que teníamos una guerra perdida, sí, pero no por culpa nuestra ni de los muchachos que íbamos a enfrentar. Y creo que eso fue suficiente para entrar a jugar con la carga justa, la necesaria. De eso les hablé yo a los muchachos. Porque estábamos todos cargados, muy cargados. Los rituales los hicimos, como en los partidos anteriores. Yo, antes del vendaje ese que me hacía Carmando, dibujaba un jugador en el piso. Y guarda que alguno lo pisara, guarda... Estaba la Virgen de Luján donde tenía que estar, estaba todo. Hay una foto que siempre recuerdo, muy linda, muy especial. Vamos entrando los dos equipos por una especie de rampa que tenía el estadio detrás de un arco. Había casi 115.000 personas en la cancha, pero yo sólo escuchaba el ruido de los tapones sobre ese piso, medio metálico. Ya no nos hablábamos. Ni entre nosotros ni con ellos. Ya nos habíamos saludado todos, porque antes había algo parecido a una habitación donde nos juntábamos con los rivales. Con Glenn Hoddle yo había jugado el partido de Osvaldo Ardiles, con la camiseta del Tottenham, y tenía buena relación. Pero además los ingleses se lo tomaron con una seriedad y un respeto terrible, como se debía, y nosotros con la misma seriedad y el mismo respeto. Para ellos también era un momento muy difícil. Nos enteramos de que, antes del partido, les había hablado un tipo, creo que el ministro de Deportes, o algo así, para que tampoco se metieran en quilombos con declaraciones y para que no se dejaran llevar por la calentura en el juego. Los jugadores estábamos todos en la misma. La carga estaba afuera, en lo que le podía agregar la gente, los hinchas. Ojo, porque el público lo que quería ver era fútbol también. Pero lo cierto es que la cuestión política estaba jugándose mucho más afuera, entre ellos y entre los propios gobiernos, que entre los jugadores. La política siempre usó al fútbol y lo seguirá haciendo, que no quepa la menor duda. No es lo mismo sacarse una foto con un jugador de pato que con un jugador de fútbol, y eso el político lo sabe y lo sabrá, por los siglos de los siglos. Y no es lo mismo ganar un mundial, tener una selección que gane un mundial y tranquilice las cosas. Hoy, con los ingleses me llevo de maravilla.
* * *
Sé que Peter Reid declaró en un documental que tiene pesadillas con ese partido, que todavía se despierta todo transpirado a la noche. Pero cuando me encontré con él -y no fue una sola vez-, me habló del segundo gol, no del primero. Siempre me habla de ese gol. Él dijo que fue "una obra de arte", que le daban ganas de pararse y aplaudirme, que no podían frenarme de ninguna manera. Y a mí, personalmente, cara a cara, me dijo algo más, me dijo así: "Yo, cuando vi al potro salvaje que agarró velocidad, no pude más y me tiré al medio, solo. Me entregué". Si ven el gol de nuevo, como a mí me lo hicieron ver millones de veces, se van a dar cuenta de que eso es cierto. Lo estoy viendo ahora, mientras recuerdo. Ahí está, ahí está cuando Reid me deja. Qué momento. La jugada nace ahí, en el pase de Enrique. Sí, más allá del chiste, el pase del Negro es fundamental. ¿Qué pasaba si le erraba por medio metro, eh, qué pasaba? Yo no la recibía como la recibí y no podía girar como lo hice, para sacarme a dos de encima, a Beardsley y al pobre Reid. En el giro ya me saco a dos, vayan contando, y había quedado Hodge por ahí, pero Hodge no marcaba a nadie. Enseguida se ve cómo Reid me abandona cuando yo ya estoy lanzado, corriendo desde la derecha hacia el arco, dos metros más allá de la mitad de la cancha. Eso es lo que cuenta él del "potro salvaje", ese momento. Entonces me sale Butcher por primera vez. Yo le amago a irme por afuera y engancho apenas para adentro. Pasa de largo, el inglés, que gira y me empieza a perseguir. Yo lo voy sintiendo a él, atrás, a mi derecha, como si me estuviera respirando en la nuca. Y también los veo a Valdano y a Burruchaga que me vienen pidiendo la pelota por el otro lado, por la izquierda, pero ¡ni loco se la voy a dar, ni loco! Si la pelota la traía yo desde mi casa. Entonces me sale Fenwick. Y acá quiero hacerles un homenaje a los ingleses. Miren que no soy de regalarle nada a nadie, pero si hubiese sido contra otro equipo, ese gol no lo habría hecho, ¡no lo habría hecho! Me hubiesen volteado antes, pero los ingleses son nobles. Fijate, fijate la nobleza de Fenwick, que me tira el manotazo, pero no me lo tira en la cara. Me tira el manotazo a la altura del estómago, lo mismo que si me acunara como a un bebé. Nada. Ni lo siento, además de la velocidad y la potencia que traía... Por eso digo que si hubiese sido contra otro equipo, quizás hoy no estaríamos viendo este gol. Después me leyeron por ahí que él dijo que estaba condicionado por la amarilla del primer tiempo, que tuvo que decidir en un segundo si hacerme foul o no, y que lo expulsaran. Cuando se decidió, me parece, la pelota ya estaba adentro. También dijo que, si me encuentra, no me daría la mano, pero yo creo que sí, que me daría la mano y hasta un abrazo. Butcher sí me tira un patadón. ¡No se imaginan lo que fue la patada de Butcher! Me da abajo, a ver si me podía levantar y tirarme a la mierda. Pero yo llego tan armado ahí que cuando la toco tres dedos para mandarla adentro, me importa tres huevos la patada de Butcher. Lo sentí más en el vestuario el golpe: ¡cuando me miré el tobillo no lo podía creer, lo tenía a la miseria! Como ya lo dije mil veces, en el momento no me acordé de aquello que me había dicho mi hermano el Turco, pero sí me di cuenta de que, aunque sea inconscientemente, algo de eso me había venido a la cabeza. Y a los pies. Porque defino como el Turco me había dicho que hiciera. Así lo conté, en su momento. Resulta que cinco años antes, en el '81, durante una gira por Inglaterra, en Wembley, yo había hecho una jugada muy parecida y definí tocándola a un costado cuando me salió el arquero... La pelota se fue afuera por nada, cuando yo ya estaba gritando el gol... El Turco me llamó por teléfono y me dijo: "¡Boludo!, no tendrías que haber tocado... Le hubieras amagado, si ya estaba tirado el arquero...". Y yo le contesté: "¡Hijo de puta! Vos porque lo estabas mirando por televisión...". Pero él me mató: "No, Pelu, si vos le amagabas, enganchabas para afuera y definías con derecha, ¿entendés?". ¡Siete años tenía el pendejo! Bueno, la cosa es que esta vez definí como mi hermano quería... Pero la verdad fue que Shilton me ayuda. Lo peor que hace Shilton, como se ve, es que no me tapa nada. A Shilton no le tengo que hacer ningún amague; le tengo que adelantar la pelota nada más... Hizo cualquier cosa menos taparme como un arquero normal. Cuando lo paso, yo ya sabía que era gol: la toco, tac, cortita, tres dedos para que la pelota entre mansita. Y listo. Ahí sí que salí gritando como loco. No necesité mirar al referí ni a nadie. Sabía lo que había hecho. Corrí por la línea de fondo y, cuando llegué al córner, me encontré con Salvatore Carmando, justo con él. Me abrazó y enseguida llegaron todos los demás. Burruchaga, Batista, Valdano, se olvidaron de los retos de Bilardo: "¡Qué gol hiciste, hijo de puta, qué gol hiciste!", me gritaban. Cuando estuve con Bennaceur, en Túnez, también me confesó algo del segundo gol. Me dijo: -Ese gol también lo hizo por mí, Diego. -¿¡Cómo por usted!? ¿Por qué? -Porque yo podría haber parado la jugada en el comienzo, cuando me reclamaron una falta. Y después, ya en su carrera, dos o tres veces, por foul, pero usted seguía, seguía, y yo lo acompañaba diciendo "¡Ventaja, ventaja!". Claaaro, ley de ventaja, todo el tiempo. Así que también en eso tuvo que ver el tunecino. Y en esta no se equivocó, no se equivocó para nada. Entendió el juego. Me emocionó mucho que él no estuviera enojado conmigo, porque el tipo, en vez de acordarse del peor error de su carrera, se acuerda de que estuvo en ese partido. ¡Cómo no lo voy a querer! Ese gol para mí tiene música.
* * *
No, no, yo no soñé nunca algo así. No pude ni soñarlo. Este gol está marcado a fuego. Acá pueden venir los Messi, los Tevez, los Riquelme, y hacer diez goles cada uno. Mejores que ese. Pero nosotros fuimos a jugar un partido contra los ingleses después de una guerra, después de una guerra que todavía estaba muy fresca y en la que los chicos argentinos de 17 años habían ido a pelear con zapatillas Flecha, a tirarles con balines a los ingleses, que marcaban a cuántos iban a matar y a cuántos iban a dejar vivos. Y eso no se compara con nada. Y todo eso los padres se lo contaron a los hijos, y los hijos a sus hijos. Porque ya pasaron treinta años, treinta años. Y lo siguen contando. Entonces, claro, los chicos de hoy están con la Play Station, y yo con la Play Station no quiero saber nada, no me va, porque la Play Station te hace un jugadorcito, no te hace un gran jugador. Pero lo cierto es que todavía hay chicos de 10 años que se tatúan "Maradona". Y eso, eso es una locura que sólo puede explicarse con un gol. O con dos. Con los goles a los ingleses.
Yo creo que el momento sublime fue ese, que estoy viendo ahora, por primera vez después de tantos años: cuando el árbitro toca el pito y dice que todo termina. Que Argentina termina ganándole a Inglaterra 2 a 1, que termina y queda escrito para siempre que yo hice los dos goles, que termina y quiero llamar a Buenos Aires, otra vez, como aquella vez, para abrazarme con todos.

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